Decir que
Decir que Arturo
Jauretche fue el más grande pensador contemporáneo, puede molestar a quienes su fogosa
palabra se lo
llevó por delante. Puede, también,
tomarse cómo
una parcial opinión frente a hombres
como Scalabrini
Ortiz, Hernández Arregui, Manuel Ortiz Pereyra o, a su manera, el gran Homero Manzi y
Discepolín o
Macedonio Fernández.
Son varios, no muchos, pero Arturo fue algo especial.
Fue el gran
pensador y escritor del pensamiento nacional.
No le hizo asco
a nada. Aprendió a jugarse ya en el
secundario.
Peleó en la universidad.
En el ’30,
calzado con revolver, como funcionario en
Mendoza salió
a la calle para defender al gobierno de
Hipólito Yrigoyen,
el Peludo.Peleó en Paso de los Libres
en la fallida
intentona abortada contra la dictadura militar. Peleó contra la realidad política esquiva, como principal promotor de FORJA
(Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina).
Peleó con la
palabra en la calle y en el papel.
Polemizó como
el mejor. Pero sobre todo, prefirió "perder"
a caer en la
traición a "sus paisanos".
Mostrando que
le sobraba dignidad y tenía agallas,
con más de setenta
años, se animó a enfrentarse con un ridículo militar "ofendido" por sus denuncias en un
duelo desigual.
Fue capaz
de quedar al margen del juego político por
sus convicciones
y coherencia.
Así explicaba
que "hasta cuando ataco a un hombre
concreto
no es que lo malquiera; es que quiero a mis
paisanos
y por amor a ellos tengo que cumplir esta
ingrata
labor que me cierra las puertas y me junta
enemigos,
en un arte como el de la política que
consiste
en hacer amigos"
Cómo bien
señala Norberto Galasso en Las polémicas, "Jauretche influye como pocos en la obra de
descolonización.
Su pasión argentina, enarbolando
certezas
incontrovertibles se constituye ‘en un viento
que viene
a romper’ toda la cristalería tallada
durante
años y años por los coquetos snobs de la factoría.
Los empachados
por el liberalismo conservador de
las escuelas
oficiales, los discípulos de Maurras
admiradores
del Duce (por derecha), los embalsamados
por la
lectura de los manuales de la Academia rusa,
los ‘inteligentes’
que han gastado años leyendo a Sartre, directamente del francés y los más nuevos empachados de indigestas comilonas de Marcuse,
Althuser, Lacan y
Barthes
(por izquierda), rechazan indignados a
este paisano
bárbaro, a este impertinente para
quien
no hay verdades consagradas y toda idea debe"
pasar
por el cernidor de su fina y profunda racionalidad.
Los más jóvenes,
por más auténticos y menos ‘léidos’, se convencen que "hay que desaprender todo lo malo
(lo falaz),
para poder recién después empezar a aprender
lo bueno (lo
veraz)".
Jauretche a
quién pertenecen estas últimas palabras,
enseña que "no
hay ‘ideas foráneas’ sino ideas nacidas
" de la experiencia
e inteligencia de los pueblos,
por lo que,
las ideas nacidas en cualquier parte
del mundo no
pueden aplicarse mecánicamente
para resolver
los problemas argentinos... No se trata de ‘incorporarnos a la civilización’ colonialmente,
sino de que
‘la civilización se incorpore a nosotros’
para asimilarla
y madurarla con nuestras propias particularidades", según nuestros tiempos y
partiendo de
nuestra circunstancia.
Puso al
descubierto el andamiaje de dominación
cultural,
usando su sabio análisis y sus metáforas
decidoras.
Mostró como objetivo estratégico al "neocolonialismo"; como centro operativo
a la superestructura
cultural; como operadores
estratégicos
a los miembros del establishment cultural,
como operadores
funcionales a los "maestros de la
juventud",
más los "fubistas", el "medio pelo" (las Doña Rosa y los don José), más los medios y sus periodistas
cautivos
y los "profetas del odio"; y, finalmente,
como sistema
emisor del mensaje al discurso dominante
y las
"zonceras de toda laya". Decía de éstas que:
“Su
fuerza no está en el arte de la argumentación. Simplemente excluye la argumentación (o bien la
tergiversa)
actuando dogmáticamente mediante un
axioma
(que usa como premisa del argumento)
introducido
en la inteligencia (del que la escucha),
y su eficacia
no depende, por lo tanto, de la habilidad
en la
discusión como de que no haya discusión.
Porque
en cuanto el zonzo analiza la zoncera,
deja de
ser zonzo”.
A Jauretche le molestaba esas falsas comparaciones por las
que se creía que el europeo era más trabajador que el nativo. Era absurdo “comparar al gaucho con el inmigrante…
El inmigrante es el más audaz de la aldea y no el más tímido". De lo que deducía que la cuestión no era de origen sino de
condición: "los decididos a salir del pueblo tienen las mismas agallas de los que se animaban a venir de Europa". Diferencias,
no de aptitudes sino de oportunidades. Así
explicaba para otro ejemplo que "el inmigrante, como hijo de la sociedad capitalista, está mejor preparado para el comercio
y para la competencia que el hijo de una sociedad donde esas formas del comercio y la producción son incipientes... El inmigrante representa un producto de selección, si ésta se hace
en razón del individualismo... cada uno es un Colón o un Morgan o un Cortés, pues los que se quedaban allá son los menos individualistas
dentro del medio social".
También en el Manual de Zonceras, donde dice, "Todo esto nada tiene
que ver con la calidad de superior o inferior de un hombre sobre otro, no es congénito ni racial. Son condiciones culturales
que deben crearse siempre en relación al medio y no a contrapelo del mismo. No es cuestión de imitar o de reproducir sino
de realizar la técnica adecuándola a la realidad".
Jauretche explicaba que, si el pensador quita la vista del pueblo
y de la nación, pierde de vista las necesidades y objetivos de ese pueblo y esa nación. Pierde y deja de tomar en cuenta lo
esencial del objeto pensado. Él sabía que del encuentro vital de la voluntad popular (oído en el pueblo), el interés de la
nación (oído en la patria organizada) y del signo de los tiempos (oído en la historia situada) emergían los datos básicos
sobre los que se debía y podía construir el contenido del pensamiento socio político. Se cansó de explicarle a la intelligentzia
vernácula que la realización del interés nacional —articulación de necesidad-objetivo-situación— hacía grande
o frustraba a una país. Por eso se atrevió a valorar la actitud estadounidense de usar la ideología liberal desde un sentido
nacional. Por eso inventó la fábula de los gatos: “hay que cocinarlo a la criolla”.
Cómo última puntada. Cómo último botón de la extensa muestra de
sabiduría y sentido de la realidad que tenía y ejercía, va un texto donde su lúcida visión ofrecía, para políticos y militantes,
criterios básicos para tiempos como los de hoy:
"Hay que actuar en dirigente revolucionario y no en dirigente electoral,
porque se trata de la disputa del poder. No podemos incurrir en el error de los radicales en 1945... Por cuidar los votos,
ellos se quedaron parados y cuando se dieron cuenta, los votos se habían ido. No importa donde están los votos ahora. Importa
donde estarán para ejecutar un programa. El que está atento sólo a lo que piensa la gente hoy, se quedará al margen de lo
que pensará la gente mañana y aquí está la clave para saber quien es dirigente o no. Además, lo que piensa la gente no está
dicho por lo que proclaman en voz alta sino por lo que se dice en voz baja..."
(de la carta a Amílcar Vertullo, 03/07/59).